Lengua Española el Cuento Policiaco o Detectivesco
– La muerte del obispo
En la comisaría principal de la pequeña ciudad de Torreroca, a la detective Piñango le llegó la noticia de una muerte que había conmocionado a gran parte de la ciudad. El obispo de la Basílica Mayor de la ciudad había muerto en extrañas circunstancias.
El padre Henry era muy querido por la comunidad. Los miembros de esta destacaban sus constantes labores altruistas en pro de la población, además de su capacidad para integrar las distintas creencias del pueblo.
La detective Piñango recibió el informe de la autopsia, que indicó que el padre Henry había muerto súbitamente, pero que no había indicios de asesinato. Este informe lo firmó la forense Montejo, reconocida profesional de gran prestigio en Torreroca.
Sin embargo, Piñango desconfiaba.
―¿Qué crees tú, González? ―preguntaba la detective a su compañero de labores.
―En efecto detective, hay algo que suena raro.
Piñango y González acordaron entonces trasladarse hasta la casa parroquial, donde residía el sacerdote. Aunque no tenían una orden judicial para entrar, los policías se entrometieron en el hogar.
―¿Qué son todas estas figuras, Piñango? ―preguntó González, incrédulo de lo que veía.
―Sin lugar a dudas, son imágenes budistas. Buda está en todas partes ― contestó.
―¿Pero el padre Henry no era católico? ―cuestionó González.
―Eso tenía entendido.
A la detective Piñango le pareció sumamente sospechosa la presencia de un pequeño frasco al lado de la cama del párroco. En el envoltorio decía que eran unas gotas de sándalo.
Piñango se llevó el frasco para analizarlo en la comisaría. Los resultados fueron inconfundibles: lo que contenía el frasco era arsénico, ¿pero quién podría haber asesinado al padre Henry? Todas las dudas recayeron en la comunidad budista de Torreroca.
Piñango y González se acercaron a la tienda de productos budistas que se encuentra diagonal a la plaza Mayor.
Cuando entraron, la dependienta se metió en la parte trasera a buscar algo, pero no regresó. Piñango se dio cuenta y salió a la calle, donde comenzó una persecución
―¡Detente! ¡No tienes escapatoria! ―gritó. En cuestión de minutos logró capturar a la encargada.
La mujer que atendía la tienda budista respondía al nombre de Clara Luisa Hernández. Rápidamente, después de su detención, confesó su crimen.
Resulta que Clara Luisa, mujer casada, mantenía una relación sentimental con el padre Henry. Este le comunicó que ya no quería seguir con la misma y ella decidió asesinarlo.
Fin.
– Paredes invisibles
Los oficiales Roberto Andrade e Ignacio Miranda se dirigieron a una pequeña casa ubicada en un barrio de clase media alta de la ciudad.
Fueron destinados a investigar dentro de ella, porque se encontraban investigando sobre un fraude fiscal enorme, producto de la corrupción que habían perpetrado unos miembros del ayuntamiento.
A eso de las seis de la tarde, los policías llegaron a la casa. Traían consigo una orden judicial que les permitía entrar seas cuales fueran las circunstancias.
Para comenzar, Andrade y Miranda tocaron la puerta. Nadie contestó. Volvieron a tocar y escucharon unos pasos. Una linda viejecita les abrió la puerta.
Los policías, amablemente, le explicaron la situación y las razones por las cuales tenían una orden de cateo para entrar a la casa.
La señora entendió la situación aunque les explicó que ella no tenía ninguna relación con las personas investigadas y que no las conocía. De cualquier manera los oficiales debían entrar, algo que la señora aceptó.
Posteriormente, los dos policías comenzaron a registrar la casa. La anciana les indicaba que no iban a encontrar nada, pues ella era la única que vivía en esa casa desde que enviudó. Sin embargo, en ningún momento interrumpió la labor policial.
―Parece que no vamos a encontrar nada, Ignacio ―le dijo Roberto Andrade.
―No se ve ningún indicio de dinero escondido, tal y como las investigaciones indicaban. Creo que esto es un fiasco ―le contestó.
Finalmente, los oficiales salieron al gran patio trasero de la casa, que a la vez era un jardín con muchos árboles.
― ¿Recuerdas que el señor Vallenilla, uno de los investigados en la trama, es amante de los bonsáis? ―le preguntó Miranda a Andrade.
―Ciertamente. Es verdad.
Miranda hizo ese comentario mientras señalaba una parte del jardín lleno de bonsáis, de todo tipo. Los bonsáis estaban dispuestos por filas. Cada una de ellas tenía bonsáis de un tipo.
En una había pequeños árboles de naranja, en el otro había pequeños árboles de limón y así consecutivamente. Una de las filas que más destacaban era la de árboles tipo bonsáis que parecían auténticamente japoneses. De hecho, había varias de estas filas.
― ¿Excavamos? ―preguntó Andrade.
―Por supuesto ―contestó Miranda.
Aunque no tenían herramientas para excavar en la tierra, los policías comenzaron a hurgar por los lugares donde estaban sembrados los bonsáis con la mano.
―Creo que estoy tocando algo firme ―dijo con efusividad Miranda.
― ¡Muy bien!
En efecto había sido así. Les llevó un par de horas lograr desenterrar toda una gran caja que estaba sellada por los cuatro costados.
―Ahora el reto es abrirla ―afirmó Andrade.
Aunque fue bastante complicado, gracias a un martillo que los policías consiguieron, lograron romper uno de los costados de la caja.
Con mucha paciencia, fueron deshaciéndose de gran parte de una de la superficie de la caja para poder abrirla. En poco tiempo ya habían podido abrirla.
― ¡Bien hecho! ―entonaron al unísono. Dentro de la caja había miles de billetes envueltos en ligas, de varias denominaciones. Se pudo constatar que dentro de la casa estaba escondido dinero.
Los oficiales cargaron la caja hasta el interior de la casa y se percataron que no había rastros de la anciana que les había abierto la puerta. No le dieron importancia a este hecho y se dispusieron a salir.
Cuando intentaron hacerlo, pasó algo inverosímil, que sin duda Andrade y Miranda nunca hubiesen esperado.
― ¡Hay una pared invisible! ―exclamó Miranda.
Los oficiales de policía pudieron abrir la puerta de la casa sin inconvenientes y podían ver el exterior de la casa. Sin embargo, ¡no podían salir!
― ¡No entiendo qué está pasando! ―gritó Andrade.
De pronto, la dulce viejita apareció con una mirada maquiavélica., apuntándoles con un arma.
― ¡No podrán salir! Esta casa está protegida con un sistema que activa un campo electromagnético que bloquea todas sus entradas.
Rápidamente, Andrade se dispuso a sacar su arma, cuando se percató que no estaba. Miranda hizo lo mismo.
― ¡Sois tan tontos que os habéis quitado las armas cuando estaban desenterrando la caja! ―gritó la vieja.
Los policías estaban impactados. No sabían qué hacer. Eran conscientes de que la vieja los había tomado por rehenes.
― ¡Dejad la caja y huid, si queréis vivir!
Los dos policías se miraron de una forma cómplice y soltaron la caja. De inmediato, arrancaron a correr fuera de la casa.
―No podemos contar nada de esto en comisaría ―dijo Andrade.
―Por supuesto que no ―sentenció Miranda.
Fin.
– La manzana asesina
Érase una vez, un pequeño pueblo llamado San Pedro de los Vinos. En él, la comisaría de su pequeño cuerpo de policía se encontraba de luto, pues recientemente había fallecido el comisario jefe, Ernesto Perales.
Aunque era un hombre mayor, su muerte sorprendió a muchos, lo que hizo que el dolor se embargara mucho más. Pero la oficial de policía Alicia Contreras no se creía el cuento de que había muerto durmiendo en su hogar, tranquilamente.
―Yo no me creo esa versión ―decía Alicia a sus compañeros.
―Era un hombre mayor. Tiene a su familia, le debemos respeto a su memoria y su descanso Alicia ―le replicó Daniela, una de las compañeras.
Sin embargo, otra oficial, Carmen Rangel, escuchaba con cierto interés las teorías de su compañera Alicia. A ella, tampoco le parecía muy correcto el relato de la muerte del comisario Perales. Ambas se dispusieron a hablar con la forense encargada, que no tuvo problema en, antes de que el cuerpo fuese enterado, hacerle una autopsia.
Cuando esta autopsia fue realizada, se llevaron una gran sorpresa. Aunque el comisario Perales era un ávido consumidor de manzanas, la sorpresa fue que en su estómago tenía manzanas, pero envenenadas con cianuro, ¿pero quién era la Blancanieves de esta historia?
― ¿Pero quién lo ha matado? ―preguntó Carmen, exaltada.
―Yo creo saberlo.
Recientemente, Daniela había tenido un hijo. Ella nunca dijo quién era el padre, ni tampoco fue un tema de importancia.
Algunos de los compañeros, habían afirmado que su hijo tenía un gran parecido al comisario Perales, algo que habían tomado como una cortesía.
―¡Has sido tú quien le ha matado! ―le gritó Alicia a Daniela. Esta última, sacó su arma y sin mediar tintas le disparó, sin conseguir matarla. Los demás compañeros le dispararon a Daniela, que después de ser detenida y llevada al hospital, confesó su crimen pasional.
Fin.
– Un ladrón de costumbres
Don José tenía un puesto de venta de víveres en una concurrida zona de Ciudad de México. Era el comercio más solicitado por los vecinos de la zona y los habitantes de las poblaciones cercanas. La gente se acercaba a comprar su carne fresca, sus pescados, legumbres, huevos, y demás productos.
Todo transcurría bien ese jueves 6 de noviembre del 2019, tal y como había transcurrido en los últimos 20 años desde la fundación del establecimiento el 3 de octubre del año 1999. María, la cajera, cobraba en su puesto de costumbre, lugar que ocupaba hace diez años y el cual amaba, pues interactuaba con la gente de la ciudad.
Cada cliente tenía una historia distinta que contar día tras día, así como sus costumbres. Don José se las sabía todas. A Margarita le gustaba comprar frutas frescas todos los martes a las nueve de la mañana, a veces llegaba a las ocho y cincuenta y cinco, otras a las nueve y cinco, pero nunca fuera de ese rango de 10 minutos.
A don Pedro, por su parte, le gustaba comprar pescado los viernes al mediodía, pero solo compraba pargo, la especie más cara de todas, y el señor se llevaba siempre unos 10 kilos. Esa era, por mucho, la venta más grande que don José hacía semanalmente por una sola persona.
Doña Matilde, en particular, compraba pollos y melones los martes para hacer su sopa caribeña especial para su marido. María y don José sabían de estos gustos porque doña Matilde lo contaba siempre cada vez que iba.
—Hoy me toca hacer mi sopa de pollo con melones, mi sopa especial y que ama mi marido —se le escuchaba a doña Matilde cada vez que llegaba.
Así como estos personajes, pasaban por allí cientos, incluso miles a la semana.
Ahora bien, ese jueves pasó algo que nunca había sucedido en la historia de ese local, en sus dos décadas de existencia: se metieron a robar.
Si bien no hubo muchos destrozos, las pérdidas si fueron considerables, sobre todo porque se robaron lo más caro, diez kilos de pargo de la heladera, justo la cantidad que acostumbraba comprar don Pedro; pollos, melones y todas las frutas frescas del local.
Además de eso, la caja registradora estaba vacía en su totalidad, no quedaba ni un céntimo, ni aparecieron tampoco las prendas de oro que don José ocultaba en su oficina y que sumaban unos 15.000$. Quizá lo más extraño es que las cámaras de seguridad fueron desactivadas en su totalidad.
Extrañamente don Pedro no asistió a comprar sus diez kilos de pargo el viernes, cosa que extrañó mucho a María y a don José luego de que los policías recogieran todas las pruebas en la zona del delito.
—¿Qué raro que no vino don Pedro, verdad? —dijo María a don José.
—Sí, muy raro, María, sobre todo porque además de las prendas, faltaba justo el pescado que a él le gusta y en la cantidad que normalmente se lleva.
Las investigaciones prosiguieron la semana siguiente, pero la cosa se puso más misteriosa aún. Resulta que la semana siguiente no fueron a comprar ni Margarita ni Matilde, justo las clientas que compraban frutas frescas, pollos y melones.
Don José y María se extrañaron aún más.
Luego de tres semanas de que no asistieran los clientes habituales, llegó la policía al establecimiento con una orden de captura contra María.
—Pero, ¡qué pasa?, ¿qué hacen! —dijo la cajera.
—María, María, fuiste muy evidente, mira que mandar a recomendar con tu primo otros comercios a mis clientes para que no vinieran justo esos días y llevarte lo que a ellos les gustaba, fue una buena jugada. Eso pudo confundir a todos, y, de hecho, lo lograste. Solo fallaste en una cosa, una pequeña cosa —dijo don Pedro mientras esposaban a quien fuera su cajera.
—¿De qué hablas?, ¡soy inocente, he sido tu amiga y empleada todo este tiempo!
—Sí, y en todo ese tiempo te estudié, así como tú a mí. Sé de tu ida mañana a Brasil, un viejo amigo fue el que te vendió el boleto. Avisé a la policía y encontraron todo en la casa de tu primo. Todo se sabe.
Fin.
– El arresto más rápido de Punta de Piedras
Ese día Pedro iba a su trabajo, como de costumbre, chasqueando con su mano derecha su dispositivo de ecolocalización y viendo en su mente cada cambio del lugar que conocía como la palma de la mano: su vecindario.
Sí, como podrás entender, Pedro era ciego, y no habría nada extraño en ello si él no fuese el único policía ciego de Punta de Piedras. No obstante, como él era ciego de nacimiento, nunca le hicieron falta sus ojos, siempre le bastaron sus otros sentidos para ubicarse: su gusto, su olfato, su oído y su tacto. Él era el menor de cuatro hermanos y el único varón.
Pedro no solo recordaba a la gente por su manera de hablar, sino también por el ruido típico que hacían al caminar, por el olor de su piel y de su aliento, o por el tacto de sus manos (en el caso de los hombres) y mejillas (en el caso de las mujeres) al momento de saludar.
El hombre se sabía a cabalidad todo su pueblo, el lugar de cada árbol y de cada casa y de cada construcción, al igual que la ubicación de cada tumba en el cementerio.
El policía también sabía cuándo llegaban y cuando se iban los buques y ferris en el puerto, algunos ya los sabía de memoria por los horarios y los que no, los identificaba por el sonido de sus chimeneas y sonidos de trompeta particulares.
El dispositivo que tenía Pedro en la mano, y que producía un sonido hueco como un chasquido, le permitía ubicar los automóviles y las personas, así como también cualquier otro objeto nuevo en la vía.
Del resto, el hombre conocía cada lugar de su pueblo y sus distancias en pasos largos, pasos cortos, de espaldas, en zigzag, a trote o corriendo, incluso se sabía las distancias en brazadas, nadando, pues desde niño aprendió a nadar en la playa de su pueblo.
Si alguien no conocía a Pedro, ni se enteraría de que era un ciego en su pueblo, sobre todo porque nunca quiso usar bastón. De hecho, sus propios amigos a veces olvidaban que él era ciego, porque, en realidad, no parecía no serlo.
Los maleantes del pueblo lo respetaban y temían, y no era en vano. Pedro, el policía ciego, tenía el mejor récord de capturas de malhechores en el pueblo. Los atrapaba corriendo o nadando, los desarmaba con las técnicas especiales de karate. Y, bueno, para completar las cualidades de Pedro, a él le incomodaban las armas, nunca usó una en su vida.
Las patrullas se acumularon en frente del lugar de los hechos ese lunes 1 de abril del 2019. Eran las nueve en punto de la mañana en la Joyería Iván, justo en frente del puerto, de donde partían la mayoría de las embarcaciones a tierra firme.
—¿Qué pasó, muchachos? ¿Quién me cuenta? ¡Déjenme pasar! —dijo Pedro al llegar a la escena del crimen y hacerse paso entre los curiosos.
—Fue un robo, se llevaron el diamante de Esther Gil y el collar de perlas de Gloria, las joyas más caras del Estado —respondió Toribio, colega policía de Pedro.
—Vale, déjenme analizar todo —dijo Pedro, acercándose justo a la vitrina con cristales rotos de donde extrajeron las joyas.
El hombre se agachó, recogió dos cristales y pasó sus dedos por el borde fino, los llevó a su nariz y los olió profundamente y luego los metió a su boca y los saboreó. Ya sus amigos estaban acostumbrados a sus manías y cosas raras, pero la gente del pueblo no dejaba de asombrarse de todo lo que estaba viendo.
Pedro se paró sin decir nada, se hizo paso entre sus amigos y el montón de gente mientras una lágrima brotaba de su mejilla y se paró al lado de su hermana, quién estaba allí pendiente de todo como el resto. El ciego tomó una mano de Josefa (así se llamaba su hermana mayor) y en instantes la esposó.
—Llévensela, muchachos, todo está en su casa con su marido —dijo Pedro, muy triste.
—¿Qué haces, Pedro! ¿Qué es esto! —dijo su hermana, gritando y sorprendida.
—Si creías que no te entregaría por ser mi hermana, estás equivocada. Por lo menos hubieses tenido la delicadeza de lavarte las manos antes de venir con tu esposo a hacer este crimen. Sí, aún huelen al pescado que mi madre les regaló ayer. Y sí, el corte del cristal corresponde al cuchillo que siempre lleva tu marido y los cristales saben al sudor de tus manos —dijo Pedro, para luego callar e irse.
Los policías fueron de inmediato a casa de la hermana de Pedro y corroboraron todo lo dicho por él, y llegaron justo en el momento en que Martín, el esposo de Josefa, preparaba todo para irse en su lancha con las joyas.
Fin.
– La caída del mentiroso
Todo el mundo lo sabía, menos John. Como es costumbre cuando estas cosas pasan. Cada detalle era contado de manera distinta por los chismosos del pueblo, grandes y pequeños, altos y bajos, gente ruin y sin oficio que solo disfrutaban el vivir de habladurías y nada más.
“John lo robó, fue él”, se escuchaba en una esquina; “Sí, él fue el que se robó el carro”, se escuchaba en la otra”; “Yo lo vi manejando el vehículo a las 5:00 de la madrugada por la estación de gasolina”, decían en una mesa de la plaza.
Resulta que a Marco le habían robado el carro en frente de su casa a las 3:50 a. m. hacía dos días, el miércoles 5 de marzo del 2003.
Todo ocurrió en el pueblo de La Blanquecina, un pueblo sano en donde no se acostumbraba a escuchar ninguna noticia extraña, pero la gente tenía la mala costumbre de ser chismosa.
John llegó a escuchar el sábado dos cuando dos muchachitos decían “Allí está el roba carros”, mientras lo señalaban. Él se quedó extrañado y fue a hablar con Vladimir, su amigo barbero.
—Hola, Vladimir, ¿cómo te ha ido? ¿Cómo anda todo? —pregunto John, en tono normal.
—Hola, John, todo bien… —respondió el barbero, con cierta ironía.
—Habla claro, Vladimir, ¿qué es lo que se dice de mí en las calles?
—¿No vas a saber tú?
—No, no lo sé.
—Que te robaste el carro de Marco, eso es lo que dicen.
Sí, tal y como se dijo al principio, todo el pueblo sabía, menos John. Por el pueblo corría el rumor, la infamia de que el joven hombre había robado el auto de Marco. Todo estaría normal si John no trabajara de siete de la mañana a nueve de la noche para mantener a su familia y si no diera clases los fines de semana a niños con necesidades especiales.
Quizá por eso, porque no perdía el tiempo en chismes, John no se había enterado de que hablaban de él, pero, gracias al barbero, ya lo sabía.
Allí en la barbería hablaron largo rato él y Vladimir. John tenía unos contactos con un agente de la policía que sabía de espionaje informático y logró atar cabos hasta llegar con el que comenzó la habladuría.
El día lunes, apenas cinco días después de que comenzaron los chismes contra John, la policía tocó la puerta de Marco con una orden de cateo.
—¿Qué pasa? ¿Por qué me hacen esto a mí? ¿Yo soy la víctima? —dijo Marco mientras le ponían las esposas.
—Sabemos todo, de internet nunca se borra nada —le dijo el policía.
—¿Y de qué me acusan?
—De infamia en contra de John Martínez, de fraude contra una aseguradora y de colaboración en un delito de auto robo.
Dentro de la computadora del hombre hallaron una conversación con un sujeto donde negociaban el precio por partes del carro que supuestamente le habían robado días atrás.
Además, consiguieron en efectivo más de 20 mil dólares en la mesa, dinero por el cual estaba asegurado el carro de Marco. Afuera de la casa esperaba John y casi todos los vecinos, quienes no dudaron en pedirle disculpas al hombre por el daño que le hicieron a su nombre.
Fin.
– El coto de caza
La familia Ruíz pasaba por su peor momento económico. Ricardo, el padre de familia, llevaba mucho tiempo sin trabajar y tan siquiera podía ir a ayudar a los señores a cazar, ya que la veda de caza estaba cerrada. Tanto él, como su mujer e hijo adolescente llevaban varios días sin comer, por lo que la situación era crítica.
Un día, harto de la situación, Noé le dijo a su hijo que se vistiese y que le acercase la escopeta. Había decidido que se metería en el coto de caza del cacique del pueblo y dispararía a alguna perdiz o jabato para poder comer.
Su esposa se opuso y le rogó que cambiase de opinión.
– Noé, si te pilla el Sr. Quintana en su coto te matará sin ningún tipo de reparo, ya sabes que es un señor malvado- decía ella para contener a su esposo.
– Tienes razón, esposa. Quizás deba hablar directamente con el Sr. Quintana y pedirle un préstamo por adelantado. Cuando abra de nuevo la temporada de caza se lo devolveré con mi trabajo- dijo Noé más sereno.
Esa misma tarde, Noé se dirigió en busca del Sr. Quintana, prometiendo a su esposa que volvería lo antes posible con el dinero.
Sin embargo, llegó la noche y su marido seguía sin aparecer por casa. Su mujer y su hijo decidieron acostarse, pensando que Noé estaría en alguna tasca gastando algo del dinero que iba a solicitar al Sr. Quintana.
A la mañana siguiente, la mujer despertó y encontró en la puerta de su casa un saco lleno de perdices y una bolsita con dinero para pasar sin apuros varias semanas. Sin embargo, no había ningún rastro de su marido. Al abrir la bolsa encontró una nota que decía:
“Querida esposa, anoche entré a robar en la finca del Sr Quintana. Me llevé algo de dinero y disparé a unas perdices que aquí os dejo. He tenido que huir del pueblo porque sé que me buscarán para matarme. No quiero poneros en peligro. Adiós”.
Aquella nota hizo llorar a su esposa por la imprudencia de su marido. Aunque sabía que lo hacía por el bien de su familia, posiblemente nunca más volverían a verlo. Estaba destrozada.
El que no parecía convencido de todo aquello era su hijo Sebastián. Todo le parecía bastante extraño, no propio de su padre. Consoló a su madre, pero pronto se puso a pensar para atar cabos.
Analizó la nota y se dio cuenta de que la letra no era nada parecida a la de su padre. Además, en ella decía que había disparado a algunas perdices, pero lo cierto es que en casa estaban todos los cartuchos intactos. Se lo comentó a su madre, pero se encontraba en shock por la situación.
Sebastián quiso contárselo a la policía, pero precisamente esta estaba en busca y captura de aquel que robó al Sr Quintana. Comentarle a los cuerpos de seguridad aquello hubiese sido como delatar a su padre.
Decidió buscar pistas y, para ello, necesitaba entrar en el coto de caza del Sr. Quintana. Para ello, se presentó ante él, le ofreció sus respetos y se puso a su disposición para cubrir la baja de su padre ante la próxima temporada de caza. El Sr. Quintana aceptó su ofrecimiento.
El que no hiciera preguntas sobre el paradero de su padre inquietó aún más a Sebastián, por lo que empezaba a vislumbrar la incógnita de todo aquello.
Asistió durante tres semanas a las cazas de perdices, venados y jabatos y pronto se ganó la confianza del Sr. Quintana. Hasta tal punto que se iba con él a emborracharse a las tascas del pueblo.
En una de esas salidas nocturnas, el Sr. Quintana pilló tal cogorza que no se podía mantener en pie. Sebastián aprovechó la ocasión y se ofreció a llevarlo a su finca. Lo acostó en la cama y se aseguró de que estuviese dormido.
En ese momento, empezó a buscar por todas las habitaciones alguna pista sobre donde podría encontrarse su padre. Estaba seguro de que el Sr. Quintana sabía algo y que se lo estaba ocultando.
Buscó y buscó, hasta que bajó al sótano donde se llevó la gran sorpresa. Allí había cientos de animales disecados: búhos, ciervos, osos, pumas, jabalíes, armadillos, mapaches, ardillas y… el cuerpo de su padre.
Esto horrorizó a Sebastián que, de inmediato, subió corriendo a la habitación del Sr. Quintana para matarlo. Llegó al cuarto y le apretó con fuerza el cuello hasta que despertó.
– ¡Mataste a mi padre para tu colección de animales!¡Eres un diablo!¡Él solo vino a pedirte ayuda! – decía Sebastián con los ojos inyectados en sangre.
– ¡Lo de tu padre fue un accidente! ¡Déjame explicarte por favor! – intentó responder como pudo el Sr. Quintana.
Sebastián accedió y soltó el cuello del Sr. Quintana no sin antes tomar una escopeta que había en la habitación para apuntarle a la cara. ¡Explícate! – le exigió.
– Tu padre vino a pedirme ayuda, pero no se la ofrecí, por lo que luego se coló en mi finca y se escondió entre los matorrales para cazar algo. Aquella misma noche yo había organizado una jornada de caza ilegal junto a algunos amigos importantes. Uno de ellos disparó a los matorrales donde estaba tu padre pensando que era algún animal. – dijo jadeando el Sr. Quintana.
– ¿Murió? – preguntó Sebastián.
– Si. Fue inmediato, no pudimos avisar a nadie. El que disparó es un señor muy importante de la comarca y me pidió el favor de ocultar el incidente. Si la policía hubiese venido, todo el mundo habría salido maltrecho. Por eso lo tengo encerrado en el sótano a la espera de poder enterrarlo cuando pase la jornada de caza.
– ¿Y por qué nos enviaste aquella nota a mi casa con el dinero y las perdices? – insistió Sebastián.
– Sabía que si vuestro padre no aparecía sin un motivo avisaríais a la policía. Todo el mundo sabe que trabaja para mí, por lo que hubiesen venido y podrían haber descubierto todo. Con aquella nota me aseguraba de que tendríais la boca cerrada.
– ¿Y por qué me aceptaste como ayudante para las jornadas de caza?
– Me sentía responsable de todo aquello y quería compensar un poco contratándote y aportando algo de dinero para tu casa. Me equivoqué claramente.
Fin.
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